sábado, octubre 13

la espalda del ruido

Aunque una parte del silencio se presiente como el signo de una ausencia, su contenido no puede reducirse al de un vacío. Esa opacidad, si la poseyese, nos conduciría a la locura. El territorio que tal vez defina sus contornos es el que se sitúa entre ese mismo vacío y la voz.
El espacio entre los fonemas nos recuerda que el silencio existe. Las pausas de voz, las comas, los puntos, la separación entre las palabras de texto escrito. Todos ellos son restos, rastros de lo que no se dice. De aquello que no puede llenarse con palabras. De ese intermedio acústico y gráfico que, paradójicamente, delimita y perfila el valor de la palabra, su significado. Probablemente cuando hablamos de silencio, hablamos de hechos contrarios capaces de sumarse, que surge atado a palabras, a gestos, que no pueden responderse ni repetirse, sino solo recordarse.
La memoria de nuestro silencios, su experencia, se acerca màs a las sensaciones, al tacto, a los sentidos. Las palabras tienen el poder de fijar las cosas. Los nombres. Los actos. Fotografían el instante y lo obligan a permanecer para siempre, de ese modo en el borde de nuestros oídos. Pero el silencio no puede aprehenderse. Es curioso que a nuestro regreso de cualquiera de ellos los resumamos en NADA cuando los demás nos preguntan y les da la sensación de que regresamos desde muy lejos, sabiendo cosas que serán impronunciables y que, sin embargo, tal vez pasando un tiempo, nos sorprendan, resumidas y ciertas, vueltas de nuevo en palabras.